REFLEXIÓN 5 DE ABRIL 2019

Siempre he admirado a las personas que viven apasionadas por lo que hacen. Mi amigo Carlos es cocinero en Madrid; hace unos días me invitó a sentarme en la cocina de su restaurante mientras su equipo trabajaba. Yo me dediqué a observar y fue toda una experiencia: me llamó la atención toda la vida que había dentro de esas cuatro paredes.

Fueron unas horas de intenso trabajo que sólo se interrumpía con el trasiego de algunos proveedores que llegaban con pescado, verduras o especias. Había algo misterioso en el ambiente, todos los cocineros estaban concentrados en lo que hacían, colaboraban unos con otros, de vez en cuando se reían con miradas cómplices que yo no alcazaba a entender. Me parecía estar en el taller de un artista donde la creatividad iba, poco a poco, convirtiendo sencillos ingredientes en algo extraordinario. Todos trabajaban con ilusión, poniendo mucho esfuerzo en que cada plato quedara perfecto antes de salir al comedor.

Al terminar la dura jornada, le pregunté a Carlos cómo podían trabajar con tanta pasión y me dijo: − Es muy fácil, sólo hay que pensar que cada plato es para alguien especial y único.

Cuando llegué a casa, me vino a la cabeza la imagen de un Dios cocinero. Por qué no, un Dios que trabaja intensamente en equipo, que es coge los mejores ingredientes, los aromas más exóticos, y los transforma en alimentos de vida. Un Dios que se esfuerza en pensar las recetas adecuadas para los ingredientes más diversos. Un Dios apasionado por lo que hace, que busca lo que más puede gustar a sus comensales, a cada uno, por su nombre, y lo realiza con determinación, poniendo gran cariño en ello. Un Dios que respeta los tiempos necesarios de cocción, que pone sal o levadura según sea necesario.

Me imagino el rostro de satisfacción de Dios cuando desde el comedor le dan la enhorabuena por su trabajo y tímidamente se asoma, desde la ranura de la puerta de la cocina, para mirar alegre a quien recibió el fruto de su esfuerzo, paciencia, y amor: tú.

(Fuente: Pastoral SJ)