Una reflexión para cada día: Sexto jueves de Pascua – 21 de mayo 2020
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver». Comentaron entonces algunos discípulos: «¿Qué significa eso de «dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver», y eso de «me voy con el Padre»?». Y se preguntaban: «¿Qué significa ese «poco»? No entendemos lo que dice». Comprendió Jesús que querían preguntarle y les dijo: «¿Estáis discutiendo de eso que os he dicho: «Dentro de poco ya no me veréis, pero poco más tarde me volveréis a ver»? Pues sí, os aseguro que lloraréis y os lamentaréis vosotros, mientras el mundo estará alegre; vosotros estaréis tristes, pero vuestra tristeza se convertirá en alegría». [Jn 16, 16-20]
La plebe de Filipos se amotinó contra Pablo y Silas, y los magistrados dieron orden de que los desnudaran y los apalearan; después de molerlos a palos, los metieron en la cárcel, encargando al carcelero que los vigilara bien; según la orden recibida, los metió en la mazmorra y les sujetó los pies en el cepo.
A eso de media noche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios. Los otros presos escuchaban. De repente, vino una sacudida tan violenta que temblaron los cimientos de la cárcel. Las puertas se abrieron de golpe, y a todos se les soltaron las cadenas. El carcelero se despertó y, al ver las puertas de la cárcel de par en par, sacó la espada para suicidarse, imaginando que los presos se habían fugado. Pablo lo llamó a gritos: «No te hagas nada, que estamos todos aquí». El carcelero pidió una lámpara, saltó dentro, y se echó temblando a los pies de Pablo y Silas; los sacó y les preguntó: «Señores, ¿qué tengo que hacer para salvarme?» Le contestaron: «Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia». Y le explicaron la palabra del Señor, a él y a todos los de su casa. El carcelero se los llevó a aquellas horas de la noche, les lavó las heridas, y se bautizó en seguida con todos los suyos, los subió a su casa, les preparó la mesa, y celebraron una fiesta de familia por haber creído en Dios. [Hch 16, 22-34]
Los trajeron a la cárcel hechos una pena. Les habían dado una paliza, y apenas podían mantenerse en pie. Yo estaba acostumbrado a eso, y ya ni siquiera me daban pena. Algo habrían hecho. «Son unos agitadores, y unos blasfemos», me dijo uno de los magistrados. Yo entonces los até fuerte y los dejé sujetos en el cepo, para que no se escaparan. Al cabo de un rato me sorprendió oírles cantar. Normalmente los presos, en esas condiciones, gimotean, suplican o hasta me insultan. Pero ellos no. Ellos rezaban cantando. No pude evitar asomarme, para ver si es que querían provocarme. Pero no. Solo estaban orando. Y parecían en paz. Me quedé extrañado, y algo conmovido. Más tarde me dormí, y aún oía sus cantos.
De golpe me desperté por un ruido y una sacudida, y cuando desde mi camastro miré al pasillo vi que sus puertas estaban abiertas. Imaginé que habían huido, y tuve miedo de las autoridades, que no toleran un fallo. Ya estaba pensando en quitarme la vida, y entonces oí a uno de ellos «No te hagas nada, que estamos aquí». No podía creerlo. Me acerqué. Allí estaban esos dos hombres. Sentados, tranquilos, sonriendo. Entré en la celda y me eché a sus pies. Había algo en ellos que era más auténtico de lo que nunca había visto. Les pregunté «¿Qué tengo que hacer para salvarme?» y me invitaron a creer. Llamé a mi familia. Y aquellos hombres nos empezaron a hablar de Jesús, y de sus palabras. De paz, de bienaventuranza, de amor… Yo no quise retenerlos allí, y los llevé a mi casa. Allí les lavé las heridas. Sentía, por su manera de actuar, que lo que habían contado era verdad. Y desde ese momento, me sentí lleno de una dicha que nunca antes había encontrado… [Relato de un carcelero – Adaptación de Hch 16, 22-34]