Una reflexión para cada día de Cuaresma: lunes 23 de marzo
Salió Jesús de Samaria para Galilea. Jesús mismo había hecho esta afirmación: «Un profeta no es estimado en su propia patria».
Cuando llegó a Galilea, los galileos lo recibieron bien, porque habían visto todo lo que había hecho en Jerusalén durante la fiesta, pues también ellos habían ido a la fiesta. Fue Jesús otra vez a Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. Había un funcionario real que tenía un hijo enfermo en Cafarnaún. Oyendo que Jesús había llegado de Judea a Galilea, fue a verle, y le pedía que bajase a curar a su hijo que estaba muriéndose. Jesús le dijo: «Como no veáis signos y prodigios, no creéis».
El funcionario insiste: «Señor, baja antes de que se muera mi niño». Jesús le contesta: «Anda, tu hijo está curado». El hombre creyó en la palabra de Jesús y se puso en camino. Iba ya bajando, cuando sus criados vinieron a su encuentro diciéndole que su hijo estaba curado. Él les preguntó a qué hora había empezado la mejoría. Y le contestaron: «Hoy a la una lo dejó la fiebre». El padre cayó en la cuenta de que ésa era la hora cuando Jesús le había dicho: «Tu hijo está curado». Y creyó él con toda su familia. Este segundo signo lo hizo Jesús al llegar de Judea a Galilea. (Jn 4, 43-54)
La fe es la luz que ilumina nuestras vidas y fundamenta nuestra confianza en el seguimiento de Jesús. Con frecuencia Jesús se queja de la poca fe, de los que se decían sus seguidores. También el evangelio de hoy nos lo recuerda: “Si no veis señales y prodigios, no creéis”.
No obstante, el funcionario real del que nos habla el evangelio, siente un profundo amor por su hijo: “Señor, baja antes que se muera mi hijo”. Jesús tiene un corazón misericordioso y siente la desgracia ajena en su propia carne: “Vete, que tu hijo vive”.
Hacemos oración recordando a aquellas familias que han perdido la luz de la fe, por aquellos afectados por la enfermedad, por sus familias, por quienes han muerto en estos días y sus seres más cercanos, también por aquellas familias que, por motivos que no llegamos a comprender, han abandonado a sus hijos. Por las madres en modo especial.
Hay una imagen que jamás borraría de la historia del mundo: la caricia de una madre a su hijo.
Es el amor el que mueve el tiempo, es viento que dispersa las nubes, es un siempre que da sentido a lo que se ha comenzado con el soplo de un aliento, es un ángel que hace entender a Dios.
Hay una cosa que jamás arrebataría de las manos de los hombres: el ejemplo de los pa- dres a sus hijos.
Es el agua que atraviesa la dura roca, es fuerza que sobrelleva el peso de la vida, es esperanza que pinta una tela blanca, es la respuesta a una pregunta que no tiene voz.
Es la luz que ilumina la oscuridad. Una huella de infinito. La muerte que no da miedo.
“El amor me lo ha explicado todo, el amor me lo ha resuelto todo; por eso venero al Amor, donde quiera que se encuentre”.
Si queremos fortalecer nuestra fe y la fe de los demás el camino a seguir es el camino de la misericordia. Fortalecer el corazón siendo compasivos y misericordiosos. Estando atentos al sufrimiento de los demás la presencia del Señor da sentido a nuestras vidas.