Una reflexión para cada día de Cuaresma: Sábado 29 de febrero

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Jesús vio a un publicano llamado Leví, sentado al mostrador de los impuestos, y le dijo: «Sígueme». Él, dejándolo todo, se levantó y le siguió. Leví ofreció en su honor un gran banquete en su casa, y estaban a la mesa con ellos un gran número de publicanos y otros. Los fariseos y los escribas dijeron a sus discípulos, criticándolo: «¿Cómo es que coméis y bebéis con publicanos y pecadores?» Jesús les replicó: «No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a que se conviertan». (Lc 5, 27-32)

Con demasiada frecuencia, al igual que los fariseos y escribas, sólo encontramos defectos en las acciones de los demás. ¡Qué difícil es reconocer nuestra propia pobreza! No podemos entrar en la dinámica cuaresmal si no reconocemos nuestra propia limitación delante de los demás y de Dios.

La conversión no es cuestión de “golpes de pecho”, sino de caer en la cuenta de nuestra condición de criaturas, y de la necesidad que tenemos de Dios. Los autosuficientes, ésos que sólo ven el mal que hay fuera de ellos, no son capaces de entrar en relación con Dios. Son los pobres, los pecadores, los que pueden entrar a “comer” con Jesús, los que pueden entrar en la dinámica del seguimiento.

La Cuaresma es tiempo privilegiado para entrar en intimidad con Jesús, compartir la comida con Él, y con los que están con Él: los pobres, los pecadores… porque también nosotros participamos de esa pobreza y del pecado. Él no repara en nuestra limitación, sino que busca nuestra disposición para acoger su Palabra de vida y comunicarla a los demás. No sólo a que experimentemos en nuestras vidas el perdón y la misericordia de Dios, sino también a que con nuestras manos practiquemos la misericordia con las personas que nos rodean y especialmente con los excluidos y los más necesitados.

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