Una reflexión para cada día de Cuaresma: sábado 4 de abril
Muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él. Pero algunos acudieron a los fariseos y les contaron lo que había hecho Jesús. Los sumos sacerdotes y los fariseos convocaron el Sanedrín y dijeron: “¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos signos. Si lo dejamos seguir, todos creerán en él, y vendrán los romanos y nos destruirán el lugar santo y la nación”.
Uno de ellos, Caifás, que era sumo sacerdote aquel año, les dijo: “Vosotros no entendéis ni palabra; no comprendéis que os conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera”.
Esto no lo dijo por propio impulso, sino que, por ser sumo sacerdote aquel año, habló proféticamente. Anunciando que Jesús iba a morir por la nación; y no sólo por la nación, sino también para reunir a los hijos de Dios dispersos. Y aquel día decidieron darle muerte. Por eso Jesús ya no andaba públicamente con los judíos, sino que se retiró a la región vecina, al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos.
Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos de aquella región subían a Jerusalén, antes de la Pascua, para purificarse. Buscaban a Jesús y, estando en el templo, se preguntaban: “¿Que os parece? ¿No vendrá a la fiesta?”
Los sumos sacerdotes y fariseos habían mandado que el que se enterase de dónde estaba les avisara para prenderlo. (Jn 11, 45-56)
En este relato, de una excepcional importancia histórica, se nos dice dónde estuvo la clave de la condena a muerte que dictó el Sanedrín contra Jesús. La decisión no la tomó el pueblo, fueron los dirigentes de la religión; y lo hicieron cuando tomaron conciencia clara de que Jesús tenía más fuerza de atracción que ellos. Esta decisión fue por motivo de poder.
Vieron que Jesús daba solución a problemas que, los sacerdotes y sus ceremonias no les solucionaban, el problema fundamental de la vida. Tener vida, gozar de la vida, sentido y plenitud de la vida, felicidad y ganas de vivir. Esa es la fe que arrastra.
Y la consecuencia fue la violencia, el recurso a la fuerza, la condena y la muerte.
Es genial la libertad de los profetas, pero qué peligrosa es para ellos. Hoy lo vemos por todo el mundo donde, igual que siempre, hay incontables hombres y mujeres que, por defender los derechos humanos y la liberación de los oprimidos, pagan con sufrimientos, y hasta con sus vidas, la libertad por la que lucharon. Esas mujeres y esos hombres son un reclamo incesante para quienes tranquilizamos nuestras conciencias con argumentos que nada resuelven.
Piensa y da gracias a Dios por estos hombres y mujeres… Seguro que a lo largo de estos días has escuchado, o incluso conoces el testimonio de aquellos que están dando su vida (incluso literalmente) por los otros. No es de recibo que una frase como la que aparece hoy en el Evangelio («conviene que uno muera por el pueblo…») pueda ser una realidad hoy en la mente de algunos que puedan pensar que «conviene que unos pocos (los ancianos, los más débiles, los más vulnerables…) mueran, antes de que esto se siga extendiendo más». Gracias a aquellos que durante estos días nos están demostrando su grandísima humanidad y nos recuerdan que, independientemente de quien esté delante, vale la pena luchar, tenga los años que tenga, sea de la condición que sea.